LAS CATEGORÍAS METAFÍSICAS
ESTRUCTURA, FUERZA Y FUNCIÓN
Patricio Valdés Marín
El problema gnoseológico
La búsqueda del orden racional en una realidad que se
presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud
humana permanente. La realidad es de cosas concretas e individuales que se
relacionan de diversas maneras y nuestra mente es de ideas abstractas y
universales que nosotros sintetizamos efectuando diversas relaciones. Así como
las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser
polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. Desde Tales de Mileto
(630-545 a.
C.), que supuso que el principio de todas las cosas del universo es el agua, la
explicación para la multiplicidad y mutabilidad de las cosas que percibimos se
ha centrado en torno a la naturaleza del universo y sus cosas, y no en mitos.
Algún tiempo después, Parménides de Elea (530-515 a. C.) revolucionó la
filosofía cuando propuso al ser como este principio fundamental. Las cosas
múltiples adquieren unidad por referencia a la inmutabilidad connatural del
ser, constituyéndose éste, por lo tanto, en el principio de racionalidad. Pero
al someterse lo múltiple a la unidad del ser, se pasa a identificar a su
correlativo, lo inmutable, con lo inteligible. Parménides generaba así un doble
prejuicio que ha asolado la historia de la filosofía: 1. la idea comenzó a
tener existencia propia, ajena de lo que representa y hasta separada del
sujeto; 2. lo verdadero es inmutable y, por tanto, estático y eterno.
La representación del objeto de la metafísica tradicional,
el ser, llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y
puramente nominal o abstracta referente a las cosas de la realidad. Ni siquiera
Aristóteles (384-322 a.
de C.), que estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo
advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial,
cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por
el contrario, para la edad científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es
perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus
relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que
transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad,
bondad, belleza), está en su mira la materia, la energía, la causa, el efecto,
el tiempo, el espacio, el cambio, la evolución y la transformación. La ciencia
ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente
de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden
racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar, en
consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante al ser metafísico y carente
de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los
diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos
únicamente del contenido conceptual del ser y plenos del prejuicio de una
realidad sensible supuestamente caótica. En consecuencia, desde el auge de la
ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el
concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales
unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto
tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica y tanto
macroscópica como microscópica.
Conocimiento progresivo
Al tiempo de empezar el tercer milenio de la Era
cristiana, en muchos científicos se ha apoderado la sensación de que la época
del descubrimiento científico, que tuvo sus inicios hace unos cuatro siglos
atrás, estuviera terminando. Pareciera que desde Copérnico y Galileo el
sostenido crescendo de brillantes descubrimientos habría tenido, desde nuestro
punto de vista ubicado en el presente, su apogeo con Darwin, Planck, Einstein y
otros más. Para muchos pensadores recientes las décadas que han seguido hasta
ahora no han mostrado algo parecido que pudiera rivalizar con tales creaciones
del ingenio humano cuando se enfrenta a las maravillas del universo. Desde esta
novedosa perspectiva, ¿será que la naturaleza ya no contiene otros grandes
misterios que develar y que la mayor parte de sus secretos nos es ya conocida?
Esta pregunta tiene un trasfondo de vital importancia, por cuanto nuestra época
ha dependido del descubrimiento científico para intentar dar respuesta a las
interrogantes más profundas que el ser humano se hace. Una sensación similar se
produjo al finalizar el siglo XIX. Se pensó que en el conocimiento científico
fundamental sólo quedaban detalles menores que dilucidar. El físico alemán,
Heinrich Hertz (1857-1894), en 1887, demostró experimentalmente la validez de
las ecuaciones de Maxwell respecto a la naturaleza de las ondas
electromagnéticas. Supuso que el conocimiento del andamiaje físico estaba
virtualmente terminado, restando sólo una cuestión en apariencia carente de
mayor importancia. Si la luz es una perturbación electromagnética, ¿qué es lo
que queda perturbado? No podía imaginar entonces que la respuesta a esta simple
pregunta produjo las revolucionarias teorías de la mecánica cuántica y la
relatividad. Al comenzar el siglo XXI, también algunas incógnitas han quedado
sin respuesta, como la naturaleza del conocimiento racional y abstracto, la
explicación última de la gravitación y la compatibilidad de los dos pilares de
la física del siglo XX, que son las teorías de la mecánica cuántica y de la
relatividad, la síntesis de las cuales se intenta resolver en una teoría
unificadora de las fuerzas fundamentales. Hasta ahora se han avanzado una gran
cantidad de ideas, teorías e hipótesis, pero nada que satisfaga plenamente el
rigor científico. Es posible que las teorías pendientes que den cuenta de estas
incógnitas sean tan revolucionarias como las de Planck y Einstein. Sin duda,
este tipo de teorías abre anchas puertas para el desarrollo del conocimiento, como
subrayando que el progreso de la ciencia no es homogéneo.
Sea que el universo se nos ha desnudado en todo lo que es
posible observarlo con la inteligencia de seres humanos, sea que nuestro
conocimiento de aquél esté radicalmente incompleto, la historia se caracteriza
justamente por intensos desarrollos temporales que, mientras se viven como si
en eso consistiera la existencia, parecieran que nunca tendrán fin. Así, otros
periodos de ella, que se suponía que no acabarían jamás, han quedado registrados
en sus páginas sin vida. Refirámonos, por ejemplo, a las invasiones germánicas
que trajeron siglos de tinieblas a nuestra cultura, o a la edad de los
descubrimientos geográficos que brindaron epopeyas, penurias, riquezas y
devastación, mientras extendían el espacio del ámbito occidental y contactaban
una diversidad de pueblos, culturas y razas de otras latitudes, o al género de
la ópera que debe su sublime expresión a unos pocos compositores (Mozart,
Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi, Wagner, Puccini y otros pocos más),
principalmente de la segunda mitad del siglo XVIII y de la primera mitad del
siglo XIX. No obstante esta constante histórica, todavía es probablemente
pronto para afirmar algo que aún es futuro, y la idea del término de la edad
científica no es más que especulación sin base alguna. Cualquiera que sea el
caso, si el turno de quedar impresa en las páginas de la historia le ha llegado
a la ciencia o, lo que es altamente probable, si la humanidad se verá
recurrentemente impactada por nuevas teorías de la magnitud de la evolutiva, la
cuántica o la de la relatividad, podemos decir que la brillante acción del
saber científico ha transformado nuestra cultura en forma completa e
irreversible, dándole al conocimiento objetivo tradicional, que descansaba en
la filosofía ―y también en la teología— un tan fuerte remezón que a muchos
parece del todo evidente que el segundo dejó de existir o que su discurso no
tiene sentido alguno.
Conocimiento frustrado
A pesar de su crítica completamente devastadora sobre la
filosofía, la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber
dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia.
Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos
parece a primera vista tan caótica, la realidad como totalidad y unidad siempre
permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido capaz de dar respuesta
satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan, sino que su accionar ha
corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un
rumbo definido. Comprender la existencia a través del conocimiento racional
había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este
vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, pero ha conseguido sólo que el
prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se encargue de
decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla, mientras la
identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún producto de la
economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros negros,
dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la Atlántida,
Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras banalidades
que apasionan a multitudes. El mito de nuestra época es la creencia que la
ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más profundas, como
indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la
muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos,
qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más
fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia,
la esencia y la realidad y, principalmente, la energía. Para ello nuestra época
ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que
cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. El
mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum
a través de la observación y la experimentación, se podrá progresivamente
llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que
Platón daba el carácter de absoluto. Tan temprano como Roger Bacon y mucho
después los positivistas y empiristas ingleses, la cultura contemporánea ha
seguido fielmente el sendero trazado por aquellos que aborrecen cualquier
atisbo de abstracción y filosofía por sinsentido.
Ya en 1959, un conocido ensayista y físico británico, C.
P. Snow (1905-1980), describió en su libro Two
Cultures el fenómeno de la coexistencia en nuestra cultura de dos discursos
enteramente distintos sobre la misma realidad. Resaltando la divergencia que
existía entre el discurso filosófico y el discurso científico, indicaba que
cada uno de ellos producía una apreciación y una actitud muy característica
sobre el universo y las cosas. El tránsito de un discurso al otro era difícil
para una misma persona que recibía una marcada impronta, dependiendo del
énfasis en el tipo de formación académica que había adquirido y de sus
intereses y aptitudes, si “humanista” o “matemática”. Desde entonces, en la
cultura occidental, a causa de su acelerado ímpetu la ciencia se ha
superpuesto a la filosofía respecto al conocimiento objetivo. Como vimos, en la
actualidad, ella ha llegado virtualmente a suplantarla, liderando el ámbito
intelectual. La paradoja es que en una cultura científica el sustento del
andamiaje científico no puede ser establecido sólidamente debido a su ideología
positivista que le impide valorar la necesidad de la abstracción y la teoría.
Resultaría ridículo pensar ahora que de la observación de la caída de una
vulgar manzana Newton intuiría la ley de la gravitación universal, o que
Darwin, de observar picos de pinzones de las islas Galápagos, abstraería la
teoría de la evolución biológica, y que estas teorías fueran aceptadas rápida y
universalmente. Ambos pertenecieron a una cultura cuando la abstracción y la
filosofía eran valoradas. De aquella época surgen también los conceptos que
ahora la ciencia utiliza acríticamente, como materia, energía, espacio, tiempo,
movimiento, cambio, causa, etc. También ahora los editores, entre otros, se
encargan de indicarnos qué es lo propio o lo impropio del conocimiento que
compartimos, siendo la abstracción algo atávico. Sin embargo, son justamente la
óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden
proporcionar tales respuestas.
Hacia una solución
Aunque se llenen infinitos megabytes de información
científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar
interminablemente en análisis de datos, en esta escala seguiremos siendo muy
ignorantes. La sabiduría se puede alcanzar sólo tras hacer funcionar nuestra
capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión y aún así será muy limitada.
No es la cantidad de datos, sino su relevancia y aquello que nuestra mente
consigue entrever lo que resulta importante. En la pura escala de las
relaciones de causa efecto entre cosas, de las descripciones de cosas, del
ordenamiento de cosas, del observar la evolución de cosas no es posible llegar
al entendimiento que demanda nuestro cuestionar más profundo. El mundo
conceptual más penetrante es necesariamente más abstracto. Es de relaciones
ontológicas cada vez más universales. Esto no quiere decir que la referencia
del mundo conceptual con el mundo real sea menor, ya que la pluralidad de cosas
individuales posee un ordenamiento o una unidad que el pensamiento abstracto es
capaz de desentrañar. La unidad de las cosas del universo puede ser descubierta,
ya que todas estas cosas del mundo real no sólo se relacionan ontológicamente,
sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determinadas,
fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertenecen a distintas
escalas incluyentes. Esta unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la
imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, tal como la
ciencia ha venido descubriendo, las cosas poseen unidad por sí mismas. Todas
las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo
tipo de partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se
afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas,
transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan
de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo
específico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas
del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y
composición.
Las consecuencias en la sociedad, la economía y la
política de valorar sólo la cultura científica y el positivismo que la acompaña
son enormes, en especial si consideramos que la revolución tecnológica es fruto
de la ciencia moderna. Lo que pocos perciben es que el capital nutre a la
ciencia y la tecnología para dominar. Por ejemplo, el capital –casi
exclusivamente privado– invierte en ciencia y tecnología para suplantar trabajo
y adquirir mayores ventajas comparativas. La relación capital-trabajo es la
base de la injusticia más extraordinaria, ya que mientras siempre hay oferta de
trabajo, siempre hay demanda por capital. Si el trabajo llega a encarecerse,
nueva tecnología lo llega a reemplazar. Del capital invertido en tecnología,
protegido jurídicamente por patentes, se valen las corporaciones transnacionales
para dominar las naciones. A su vez el capital privado está protegido por la
legalidad que rige cada país. En fin, invirtiendo en tecnología y ciencia de la
publicidad, el capital logra dominar la voluntad de los consumidores, mientras
el inhumano y pragmático neoliberalismo ha llegado a reducir toda actividad
humana al mercado. Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura,
el saber objetivo, ya en el dominio filosófico, se enfrenta a dos problemas
correlacionados. Uno de ellos se refiere a la más completa ausencia de un
sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de
hallar su racionalidad. La razón de que este sistema no exista en la actualidad
se debe a que el sistema conceptual tradicional (léase idealismo, racionalismo,
existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de
conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales,
destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del
conocimiento empírico. Un posible sistema de la unificación del saber tendrá
que ser compatible con el nuevo y deslumbrante conocimiento científico.
Nuestra época, bautizada ya de posmoderna por su
escepticismo y relativismo, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados:
el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el
reconocimiento que el puro saber científico no puede reemplazar el saber
filosófico. Los escritores que describen el fenómeno posmodernista destacan que
la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón
racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin
explicación racional posible. La realidad aparece como una multiplicidad de
fragmentos de imágenes y emociones carentes de sentido y, en consecuencia,
resistentes a una comprensión totalizadora, negándose, por tanto, nuestra
posibilidad para conocerla. La razón que estos escritores aducen para que el
sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso
relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos
construidos por los medios de comunicación controlados por el poder del
capitalismo y también, desde el punto de vista psicológico, por los sujetos que
se refugian subjetiva y cómodamente en sus mentes. Sin desmerecer la
explicación de orden comunicacional, podemos pensar, por el contrario, que en
el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que
ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que
naturalmente nos aparece desintegrada. Es claro que las teorías científicas
construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es
por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales
del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por
encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas
noches de insomnio a Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las
teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca
podrá reemplazar a algún principio universal y necesario que pueda producir un
orden racional para todas las cosas, como pretendió serlo el concepto de ser,
aunque, como se dijo más arriba, tampoco dicho principio podrá ser
contradictorio con el conocimiento científico.
La complementariedad
En “Una metafísica del universo” de esta colección de Monografías filosóficas críticas se
propone justamente como el sistema conceptual unificador de la pluralidad de la
realidad cuyo objeto es hallar su racionalidad y que es compatible con el
conocimiento científico. Se trata de la complementariedad estructura y fuerza.
Por una parte, dicha complementariedad no contradice el concepto del ser metafísico,
sino que lo hace justamente compatible para la ciencia. Por la otra, también
ella resulta ser el producto de lo develado por la ciencia referido a la
causalidad y a las leyes universales de la naturaleza y en una escala superior
aquélla que posee la trascendentalidad de lo universal y lo necesario. Desde
esta nueva perspectiva, las teorías científicas podrán obtener su significación
en vista al conjunto del universo, superando la profunda contradicción
epistemológica contemporánea que subraya el hecho de que aunque aumente la
incontable cantidad de datos informáticos y análisis científicos
correspondientes a la “n” potencia, no se podrá alcanzar nunca la racionalidad
última de las cosas en la pura escala del conocimiento científico. Esta complementariedad
estructura-fuerza no es ni esencialista
ni reduccionista, y se presenta como la única salida al pesimismo, al
escepticismo y al relativismo en la que está sumergida nuestra cultura “posmoderna”,
pues ella puede representar el universo en su totalidad y reencontrarle el
sentido que ha ido perdiendo con la degradación de la filosofía y la conciencia
más clara sobre la limitación de la ciencia. Los conceptos estructura y fuerza
no constituyen novedad alguna. Lo que es nuevo es su unión y su identificación
con el ser de la metafísica tradicional. Mediante esta nueva perspectiva, se
adquiere la clave que puede abrirnos la comprensión del universo y del hombre.
La multiplicidad de cosas adquiere unidad en la
complementariedad, porque cada cosa es estructura y fuerza a la vez, y porque
todas ellas tienen un origen único en la materia y la energía, se transforman
unas en otras, se afectan entre sí, y son partes unas de otras dentro de
escalas estructurales progresivas. Ciertamente, nosotros percibimos que las
cosas del universo son mutables. De ahí la ciencia concluye que la relación
causal es una fuerza que transforma la energía y produce el cambio, y que todo
cambio es energía en transformación que obedece a fuerzas que se pueden
determinar. También mientras el origen de la fuerza es siempre la funcionalidad
de la estructura, el producto del cambio es la estructuración y la
desestructuración de la materia y, en el curso de la evolución del universo, su
estructuración en escalas progresivamente más complejas y funcionales. A la
vez, las cosas son inteligibles sin perder su condición de mutables. La
racionalidad en las cosas no la impone la razón; está en ellas mismas. La razón
puede encontrar la racionalidad en las cosas del mismo modo como el ojo ve los
objetos. El filósofo empirista inglés del siglo XVII, George Berkeley
(1685-1753), más a tono con el prejuicio racionalista, supuso que el ojo
ilumina los objetos. Por el contrario, sabemos ahora que el ojo recibe no sólo
la luz emitida por los objetos, sino que, además, está adaptado para ver la
luz. De la misma manera la razón está adaptada para conocer las cosas, siendo
las ideas que ella produce sus representaciones más o menos fieles. Las cosas
múltiples adquieren racionalidad cuando las relacionamos naturalmente en
nuestra mente, abstracta y racional, en forma ontológica y lógica. Por su
parte, la mutabilidad de alguna cosa adquiere racionalidad cuando conocemos su
relación causal, es decir, cuando conocemos la causa del cambio. El universo no
es solamente el contenedor de las cosas como referente espacio-temporal, como
tampoco es únicamente el campo espacio-temporal de la causalidad entre las
cosas. El universo resulta ser principalmente el desarrollo espacio-temporal de
la interacción estructura-fuerza que produce la estructuración de la materia.
Cuando hablamos de estructuras y fuerzas, descubrimos también funciones y
escalas. Las cosas se relacionan entre sí causalmente de dos maneras: entre
cosas dentro de una misma escala, y jerárquicamente cuando están referidas a
una cosa de escala superior que las contiene. Esta teoría general del universo es
el eje universal que permite la comprensión de la realidad en forma sistemática
y unificada y es la clave para comprender la realidad del universo.
La complementariedad de la estructura y la fuerza explica
metafísicamente la realidad del universo material, superando el concepto de
“ser”, pero no logra incluir otros aspectos de una realidad no sensitiva, como
el espíritu y la eternidad. El capítulo “Una cosmología” de esta misma
colección de Monografías filosóficas
críticas incursiona en un concepto aún más universal o amplio para
abarcarlos. Se trata de la idea de energía. Todo lo que existe es energía,
desde el mundo material hasta el mundo espiritual.
El cambio y la relación causal
Hemos visto que tanto el cambio como la inmutabilidad
tienen una importancia profunda para nuestro acercamiento cognoscitivo a la
realidad. La inmutabilidad de las cosas nos permite conocer, ya que las
relaciones ontológicas que efectuamos con nuestro pensamiento abstracto nos
devela una realidad plena de maravillosas significaciones y sentidos que no son
para nada evidentes si el pensamiento permanece inactivo, observando el
entorno, como lo hace cualquier animal. Al mismo tiempo, en el cambio podemos
precisamente encontrar los elementos inmutables o invariantes específicos que
nos permite conocer la realidad. Constatamos que lo único que existe en la
realidad es el cambio mismo, que fue lo que llamó tan poderosamente la atención
a Heráclito, y que si aplicamos allí también nuestro pensamiento abstracto –y
el método empírico–, descubrimos que las relaciones causales propias de la
realidad que observamos se rigen por leyes universales inmutables, de las que
además su conocimiento nos sirve para desarrollar la tecnología.
Ahora no es tanto la epistemología el centro de nuestra
atención, sino el cambio. Esencialmente, el cambio reside en las modificaciones
estructurales, muchas de las cuales resultan en nuevas estructuraciones. Está
relacionado con estructuras y fuerzas, y también con relaciones causales. No se
genera por sí mismo, sino que depende de la relación causal. Todo cambio
implica una relación causal. Cuando algo ocurre, algo ha precedido a aquel
suceso. El vínculo entre ambos es la fuerza. Una causa es una fuerza que tiene
por término un efecto. Formalmente se plantea el problema filosófico de si
acaso todo lo que ocurre se debe a una causa. La respuesta es ciertamente
positiva. Tanto la causa como el efecto están relacionados con necesidad y en
forma determinada. Más precisamente, un efecto ocurre cuando se dan una
cantidad de causas, siendo necesarias cada una y todas ellas. La ciencia tiene
por objeto descubrir las causas para los distintos cambios, y la mayor parte de
las veces, éstos resultan muy complejos por la cantidad de condiciones que van
apareciendo en este proceso de descubrimiento. Sin embargo, como la ciencia es
un proceso progresivo que se va construyendo sobre anteriores descubrimientos,
nunca ella parte de cero. Y muchas veces quedan numerosas incógnitas para
resolver en algún futuro.
Para comprender el funcionamiento del universo, no basta
con constatar el hecho de la causalidad; es necesario responder primeramente al
“cómo” se da la relación causal. Esta pregunta es lo que distingue a la ciencia
de cualquier otro tipo de conocimiento. Por ejemplo, a partir del fenómeno de
la ebullición del agua cuando se le aplica calor, la ciencia llega a descubrir,
que estando sometida a la presión de una atmósfera, ésta bulle con necesidad
cuando la temperatura alcanza los 100º centígrados. La ciencia llega a comprender
que toda la energía adicional que se aplica al sistema particular consigue que
el agua a temperatura en ebullición se transforme en vapor. Llega a medir el
calor para evaporar cada gramo de agua y descubrir que será necesario aplicar
565 calorías cuando la presión es de una atmósfera. Descubre los requerimientos
de calor según las variaciones de presión; y así sucesivamente.
Existe también una perspectiva filosófica de la relación
causal cuando se busca responder al “por qué” se da ésta. En este sentido se
puede decir –cuál es el caso que aquí nos interesa como filósofos– que las
cosas son mutables porque están compuestas de estructuras y fuerzas. La
explicación de la relación causal, que es el fundamento de lo mutable, deberá
encontrarse en la complementariedad estructura-fuerza. Aunque los términos
“estructura” y “función” han sido sacados de la biología, en este ensayo han
recibido un contenido conceptual que los hace trascendentales y, por tanto,
aplicables a todas las cosas y fenómenos del universo.
Afirmar que las cosas son estructura y fuerza es un paso
muy grande sobre el solo identificarlas con el ‘ser’, como lo ha hecho hasta
ahora la filosofía tradicional. Esta afirmación penetra en lo más profundo de
las cosas, llegando a definirlas íntimamente por lo que son y no sólo por lo
que aparecen a través de sus funciones. Establece verdaderamente qué es la cosa
en sí, la que Kant aseguraba que era imposible de conocer. En síntesis, esta
afirmación es el resultado de relacionar ontológicamente los componentes de una
de las dos identidades más trascendentales de las cosas, es decir, la
complementariedad de la estructura y la fuerza, la que podemos identificar con
el ser desmenuzado íntimamente. La otra identidad es ciertamente la existencia,
la que ha sido hasta ahora el único objeto material de la filosofía tradicional
del ser que permanece en toda su relevancia.
El origen del universo fue una infinita cantidad de
energía primigenia que estaba contenida en un punto sin tiempo ni espacio, que
en un determinado instante se cuantificó en lo que el físico ruso, George
Gamow, llamó “big bang”, produciendo la
transformación o la condensación de esta energía en materia. Después de este
singular acontecimiento, y mientras, desde el punto de vista del big bang, la
materia –y no el espacio como se inclinan muchos cosmólogos a suponer– sigue
expandiéndose a la velocidad de la luz, el resultado neto es que la materia ha
sido objeto de una creciente estructuración, que contiene escalas incluyentes y
cada vez mayores, hasta generar seres humanos, supuestamente las cosas del
universo más complejas y funcionales. En consecuencia, si la materia es la
forma de condensar energía, la materia cada vez más estructurada ha sido la
forma de contener y aprovechar la energía de modo cada vez más funcional.
La naturaleza de enorme complejidad que observamos en las
cosas que nos rodean, tales como el hecho que organismos puedan vivir, crecer,
desarrollarse, reproducirse, actuar en forma multifuncional, etc., no obedece a
que este tipo de seres son productos directos de un “diseño inteligente”, sino
que Dios, dotando a la energía con el código de las leyes naturales, cuantificó
el universo con la capacidad para que a partir de la enorme funcionalidad de
las mismas partículas fundamentales se llegara a seres tan complejos como los
mismos humanos. El mecanismo causal ha sido el de la evolución tanto física
como biológica. Esta evolución se explica por la capacidad que tiene la materia
para estructurarse gracias a la fuerza en escalas inclusivas cada vez mayores y
más complejas.
Cambio y fuerza
Un cuerpo se mueve cuando cambia de lugar. Un lugar es el
marco de referencia de un conjunto de cuerpos que éstos generan en su
interactuar. Luego, el movimiento se explica en relación a otros cuerpos. El
movimiento es distinto del cambio. El cambio es la alteración del movimiento
uniforme de un cuerpo respecto al marco de referencia y requiere la aplicación
de fuerza.
Las cosas son estructuras espaciales sostenidas en el
tiempo por las fuerzas que las integran. Pero las cosas cambian cuando se
relacionan causalmente entre sí, afectándose mutuamente. Las cosas cambian por
diversos motivos. Algunas de las subestructuras que las constituyen pueden ser
afectadas por alguna causa externa. También ellas pueden afectarse entre sí,
alterando la estructura de la cual forman parte. En fin, puede ocurrir que se
produzca una transformación en la estructura de la cual la cosa es una
subestructura.
Una causa, que es el ejercicio de fuerza, requiere
previamente contener energía de alguna forma, ya sea acumulada, como portadora
(energía potencial), o en movimiento, como transmisora (energía cinética). Un
efecto es producido por la fuerza, recibiendo la energía que ésta porta.
Podemos imaginar la fuerza como el vehículo de la energía que transita a lo
largo de un acontecimiento y en un tiempo entre una causa y un efecto. Un
acontecimiento es cambio porque es transferencia de energía por medio de la
fuerza que produce estructuraciones y desestructuraciones.
En la escala más fundamental de todas, el de las
partículas subatómicas fundamentales, el cambio es en realidad un intercambio
de partículas con niveles cuánticos de energía. Una partícula subatómica es
emitida por la causa, y el efecto que se opera es la estructuración de otra
partícula. Si la partícula estructurada es más compleja, hay absorción de
partículas con energía; si se opera la desintegración de una partícula, se
emiten partículas energéticas más simples.
También en la escala más fundamental de todas se
distinguen cuatro tipos de fuerzas. La primera en ser reconocida fue la fuerza
gravitatoria. Newton la definió como aquella que atrae a dos cuerpos de modo
directamente proporcional al cuadrado de sus masas e inversamente proporcional
al cuadrado de la distancia que los separa. La fuerza gravitatoria es muy
débil, pero tiene alcance infinito. En el siglo antepasado se descubrió la
fuerza electromagnética. Esta es definida como la fuerza que atrae o repele
directamente dos cuerpos cargados eléctricamente, según tengan respectivamente
carga de signo opuesto o igual, con una intensidad inversamente proporcional al
cuadrado de la distancia que los separa. Es mucho mayor que la fuerza
gravitatoria y su alcance es también infinito. En el curso del siglo pasado, a
través de la experimentación con núcleos atómicos, se descubrieron dos nuevas
fuerzas fundamentales. Así, la fuerza de interacción fuerte actúa para mantener
a los nucleones unidos dentro del núcleo atómico. Es más intensa que la fuerza
electromagnética, que hace que los protones se separen por repulsión, y su
radio de acción es de corto alcance. Por último está la fuerza de interacción
débil. Esta es más débil que la fuerza electromagnética, pero es más fuerte que
la gravitacional. Su alcance es muy corto e interactúa con los leptones
(neutrino, electrón-positrón y muón).
Lo que es importante advertir aquí es que en absolutamente
todas las escalas las fuerzas que actúan en el cambio son combinaciones de las
cuatro fuerzas fundamentales anotadas, no existiendo otro tipo de fuerza
actuante –al menos que aún no haya sido descubierta–. Las cuatro fuerzas
fundamentales son las únicas que explican todos los fenómenos que observamos y
experimentamos en el universo. Así, a través de su combinación, en sus
distintas escalas de estructuración, no sólo nuestra acción intencional ejerce
sus efectos en el medio que nos rodea, sino que también intencionamos una
acción, por mucho que supongamos que alguna fuerza de un ámbito no material
estaría detrás de la deliberación de nuestra acción libre e intencional. Si
aceptamos la complementariedad de la fuerza y la estructura para explicar lo
que hay detrás de todo ser existente, no es necesario postular ámbitos
distintos al natural, como por ejemplo, el espiritual. Absolutamente todo
fenómeno posible de ser experimentado y de ejercer fuerza pertenece al mundo
natural. El mundo espiritual es un ámbito que transciende el mundo natural de
relaciones causales y tiempo y espacio y al cual se accede mediante la energía
psíquica que cada ser humano estructura (ver “Una cosmovisión” en esta
colección).
Una relación causal tiene un tiempo para efectuarse. Este
depende de la cantidad de energía que se transfiere y de la velocidad de la
transferencia. Un cambio puede ser tan imperceptible como la evaporación del
agua de un vaso en el ambiente de una pieza o tan explosivo como la oxidación
de un volumen de hidrógeno, produciendo agua. Una relación causal puede medirse
según la energía transferida y su velocidad de transferencia, que es lo que
hacen físicos e ingenieros, quienes emplean términos como fuerza, trabajo,
potencia, y unidades para medir fuerzas, espacios, tiempos, temperaturas,
presiones, velocidades, etc. Pero no hacen distinción más allá que la
cuantitativa entre, por ejemplo, la potencia requerida para pulverizar una
tonelada de roca y la ocupada en la replicación del ADN.
Función
Para comprender la relación causal entre estructuras
debido a la fuerza, es debe introducir el concepto “función”. Función es lo que
permite a una estructura ser causa o efecto. Así, toda estructura es funcional
porque ejerce fuerza o porque es receptora de fuerzas. La función es la
combinación específica de fuerzas de una estructura particular, es decir, ésta
es particularmente funcional porque es causa o efecto de una combinación
específica de fuerzas. Una función de cualquier estructura de nuestro universo ejerce
peso, ya que todas las estructuras se componen de partículas masivas. No
obstante una estructura puede tener otras funciones aún más decisivas que la
distinguen, como tener extensión o reflejar y absorber ondas lumínicas, y
también algunas como concebir ideas. La velocidad del movimiento de una
estructura con respecto a otra le confiere una energía potencial proporcional.
Una función puede ser algo tan simple y directo, como un mazazo contra un
cráneo, donde la fuerza principal proviene de la energía cinética que adquiere
el mazo con respecto al cráneo. Puede ser asimismo algo tan complejo y sutil,
como el pensar abstracto dentro del cráneo, donde intervienen fuerzas
provenientes de energías químicas y eléctricas, millones de neuronas
entrelazadas, y neurotransmisores muy particulares.
De la misma manera como una estructura se ve afectada de
un modo determinado por una fuerza particular, una estructura tiene una forma
particular de ejercer fuerza y ser por tanto una causa. La fuerza no es una
entidad que existe independientemente de la estructura, ya que ambas son
complementarias. Si toda fuerza está necesariamente vinculada con una
estructura, la fuerza es ejercida de acuerdo a la funcionalidad de esta
estructura particular. La fuerza actúa de acuerdo a la forma de funcionar de su
estructura complementaria. Del mismo modo, la fuerza actúa sobre otra
estructura según su configuración particular para el que es funcional como
efecto. La función puede definirse como la forma específica en que una estructura
actúa ya sea como una causa ya sea como un efecto, es decir, como la capacidad
específica para interactuar con otras estructuras según sus formas de existir.
La relación causal se establece por la predeterminación de la funcionalidad de
las estructuras que intervienen en la transferencia de energía por medio de la
acción de la fuerza. En la realización de la conexión causal la estructura
causa y la estructura efecto se transforman en subestructuras de una estructura
de una escala superior. Si una estructura tiene funciones distintas de otra
estructura, a pesar de que en ambas actúan los mismos tipos de fuerzas
fundamentales, se explica porque ejerce su acción según una combinación
específica de las mismas, distinta de la combinación que tendría la otra estructura.
Una estructura puede verse azul, mientras otra nos parece roja. La diferencia
se encuentra en que la primera absorbe toda la gama de la luz blanca, excepto
la radiación de ondas de color azul, la que refleja, en tanto que la estructura
roja hace exactamente lo mismo, excepto que refleja el color rojo. Por esta
diferencia, las estructuras son distintas en una de sus múltiples funciones, la
de reflejar luz.
Una estructura es funcional en el sentido de que es capaz
tanto de generar energía como de recibir energía. La fuerza pertenece a la
funcionalidad tanto de la estructura causa como de la estructura efecto. Sin la
funcionalidad de ambas estructuras no puede haber transferencia de energía. Si
no existe emisión y recepción de fuerza en un tiempo dado, la relación de
causalidad no se produce. Tal como toda combinación específica de fuerzas está
relacionada con una estructura específica, una estructura es funcional ya sea
como causa, ya sea como efecto; y una relación causal requiere al menos de una
estructura que funcione como causa y de una estructura que funcione como
efecto. Mientras ello no suceda, la funcionalidad será sólo potencial. El grado
de funcionalidad de una estructura depende del eficiente uso de energía, y una
estructura tendrá mayor posibilidad de subsistir si es más funcional. Por
función podemos entender asimismo la configuración espacial de una estructura
con respecto a otra por la cual se puede dar traspaso de energía. Existiendo un
calce entre ambas estructuras se puede hablar de funcionalidad de ambas, pues
la acción de la fuerza es posible. Esto significa también que una estructura es
funcional únicamente con respecto a otra estructura, careciendo de sentido el
hablar de función sin referencia a una segunda estructura, aunque sea tácita.
Estas
fuerzas fundamentales, que son funcionales como tales precisamente en las
estructuras más fundamentales, se combinan de un modo determinado desde el
instante en que las partículas fundamentales entran a formar parte de
estructuras en calidad de sus unidades discretas o subestructuras
fundamentales. La nueva estructura que ha surgido ya no opera únicamente según
la funcionalidad de las partículas fundamentales que la integran, sino que a
través de ellas, obtiene un modo distintivo de operar o de ser funcional. Una
mesa tiene masa y por tanto, al actuar junto con la masa terrestre, ejerce un
peso determinado sobre el suelo, lo que le impide, entre otras cosas, volar.
Pero también consiste en un plano horizontal que se yergue a cierta distancia sobre
el suelo mediante patas, permitiéndole ser particularmente funcional para
sostener, por ejemplo, platos, copas y cubiertos. Al integrar estas nuevas
estructuras, en calidad de unidades subestructurales, a formar parte de
estructuras de una escala aún superior, las fuerzas fundamentales, ya
especificadas, se especifican aún más, de modo que resulta difícil asegurar,
aunque en realidad así es, que la función propia de la nueva estructura pueda
depender de las fuerzas fundamentales. Un ejemplo podrá servir para entender el
concepto de función en tanto especificación de fuerza. Un átomo de hidrógeno, o
uno de oxígeno, deriva su respectiva función de la estructuración de su núcleo
y sus mantos electrónicos a partir de la funcionalidad específica de los nucleones
que lo compone. Éstos, a su vez, dependen de los quarks estructurados a partir
de la funcionalidad de las partículas fundamentales. Por su parte, la
funcionalidad específica de estos átomos permiten que de la combinación de dos
de hidrógeno por uno de oxígeno, dentro de un determinado rango de
temperaturas, resulte la estructura molecular H2O, la que obtiene
funciones específicas ampliamente conocidas no sólo por físicos y químicos,
sino que por todos nosotros, aunque tal funcionalidad derive de las sucesivas
combinaciones de fuerzas que dependen de las estructuraciones particulares
sucesivas y que tienen su origen primordial en las fuerzas fundamentales.
Además, dicha molécula ejerce una determinada fuerza gravitacional en otros
cuerpos a causa de la masa que contiene. También posee una determinada carga
eléctrica según el equilibrio de cargas de las partículas fundamentales
cargadas eléctricamente que contiene, y que la hace ser funcional respecto a
otras moléculas y átomos.
De lo visto podemos establecer, no obstante, que en la
progresiva estructuración de la materia únicamente las fuerzas gravitacional y
electromagnética tienen la capacidad para intervenir, pues ambas generan campos
espaciales donde interactúan. En cambio, el alcance de las fuerzas de
interacción fuerte y débil se reduce a los núcleos atómicos. Además, tanto la
gravitacional como la electromagnética son fuerzas que permiten tanto un
intercambio permanente de energía como un consumo consecuente de energía; en
cambio, la fuerte y la débil son fuerzas que, una vez efectuado el intercambio
energético, se mantiene el vínculo de interacción a la manera de un candado
que, una vez consumida la energía en cerrarlo, se mantiene cerrado.
Cambio estructural
La relación causal es determinista y funciona del mismo
modo en todas las situaciones donde las condiciones son las mismas. La base
para la existencia de las leyes naturales es precisamente el hecho de que todos
los seres o cosas del universo son estructuras y fuerzas a la vez. La función específica
o el modo de un comportamiento particular de una estructura es la base de la
existencia de una ley natural determinada. Virtualmente todas las cosas del
universo –exceptuando fotones y neutrinos–, incluyendo el mismo universo, están
compuestas de partículas fundamentales masivas, por lo que responden a la ley
natural de la gravitación universal. Del mismo modo, la floración en primavera
de las plantas obedecen a las leyes naturales de la biología, y el correcto
pensamiento racional de una mente humana cumple con las leyes naturales de la
lógica.
Una estructura se mantiene en un delicado equilibrio.
Este no es necesariamente precario. Pero por su misma naturaleza, es
provisorio, aunque en algunos casos su duración se mida en miles de millones de
años. Para subsistir una estructura depende de fuerzas que le permiten una
estabilidad relativa y una tendencia al equilibrio. Todo equilibrio es
connatural a un estado particular de entropía, y dicho estado es permanente
mientras no intervenga alguna fuerza externa. En un sistema cerrado y sin
aporte nuevo de energía las fuerzas tienden a equilibrarse y las estructuras a
estabilizarse, llegando a una entropía máxima. Pero un sistema cerrado es
teórico. En la práctica, en la naturaleza, no se dan sistemas perfectamente
cerrados. En la realidad los sistemas son abiertos y allí los equilibrios se
rompen y se producen tanto estructuraciones como desestructuraciones. Un
sistema ecológico, por ejemplo, no puede considerarse de hecho cerrado; podrá
ser así considerado sólo en teoría y sólo para fines de análisis, pero siempre
está sometido a fuerzas externas, en lo que se denomina modificación del medio.
El clima y los accidentes geográficos pueden cambiar, especies endógenas pueden
evolucionar o extinguirse, especies exógenas pueden ingresar al sistema.
Las estructuras son, desde luego, más funcionales cuando
existe una mejor oportunidad para que se relacionen causalmente entre ellas, es
decir, cuando mejora la ocasión de un encuentro en algún punto espacio-temporal
particular. Una superficie mojada se seca más rápidamente si es barrida por un
chorro de aire más veloz y más caliente. Las relaciones causales aumentan
cuando mejoran las condiciones para que las estructuras se encuentren. En este
caso, el chorro de aire y la superficie mojada. La evolución biológica no es
otra cosa que mecanismos de transmisión genética que permiten, no sólo mejorar
estos encuentros para que los procesos ocurran con mayor rapidez, sino ser controlados
para aumentar la seguridad de estos encuentros, pues un organismo vivo es una
estructura ávida de aquellas relaciones causales destinadas a su auto-estructuración,
lo que le permite ser aún más funcional para sobrevivir. En un organismo
viviente muchas de sus subestructuras de su medio interno consisten
principalmente en sistemas de transporte interno de fluidos y señales, y las de
su medio externo, en sistemas de locomoción o de captación que le permiten
apropiarse de los nutrientes existentes allí.
Podríamos preguntarnos que si todo cambia, cómo es que
existen cosas de alguna manera. La respuesta es doble. Por una parte, la
existencia favorece el equilibrio que se consigue por entropía, es decir, por
el uso de la fuerza para la estructuración, de modo que si hay cosas que
existen, es porque han conseguido estructurarse y mantenerse en equilibrio. Por
la otra, las cosas existen porque el cambio de una estructura no afecta
necesariamente a las estructuras que son sus unidades discretas, e. d., sus
subestructuras. Las gotas de agua que fluyen en una corriente que cambia
mantienen su propia identidad, mientras que el curso de agua mantiene su propia
identidad a pesar de que las gotas que fluyen son distintas. Por otra parte, una
estructura puede no afectar a otra si la fuerza ejercida sobre ella es
insuficiente. En tal caso, se puede decir que ninguna llega a ser funcional. Un
trabajador no podrá pintar todo un alto muro si la escalera que ocupa es muy
corta. En el extremo opuesto, una estructura puede ser destruida si es sometida
a una fuerza demasiado intensa para su capacidad de resistencia. En este caso,
las fuerzas que la integran y la sostienen se ven superadas por la excesiva
fuerza externa. El pintor del caso puede darse un costalazo si la escalera que
usa es demasiado débil. En fin,
distintas fuerzas internas y externas van lenta o rápidamente transformando una
estructura, y tarde o temprano terminarán por desintegrarla si acaso antes
fuerzas adicionales no la destruyen primero. Una fuerza irrumpe en una
estructura por el punto de menor resistencia. Una estructura se desintegra por
el eslabón más débil.
La fuerza que transforma una estructura puede actuar de
tres maneras distintas, dependiendo de la escala. Así, ella puede actuar en una
escala inferior y cambiar o destruir una o más subestructuras que son
necesarias para la subsistencia y funcionalidad de la estructura del caso, como
una pata carcomida de una silla. También ella puede ser ejercida sobre ésta
desde fuera y en la misma escala, como la misma silla del ejemplo que se ve
obligada a sostener un peso mayor que su capacidad de resistencia y termina
haciéndose trizas. Por último, ella puede pertenecer a una escala superior y
actuar sobre una estructura, en tanto su subestructura, como el repintado del
amoblado del comedor, del cual la silla en cuestión forma parte.
Una estructura puede verse afectada por poderosas fuerzas
desintegradoras, o también en su propio funcionamiento se pueden producir
directamente fuerzas que la pueden ir desintegrando. Cuando las fuerzas para funcionar
se obtienen de sí misma, ella acabará por desintegrarse totalmente. Pensemos
por ejemplo en un combustible. Cuando se oxida quemándose, su estructura se
transforma aportando energía y partes desintegradas a otras estructuras que las
vuelven a integrar, hasta que se consume por completo, punto en el cual cesa de
existir. Cuando el funcionamiento de una estructura produce su propia
desintegración (segunda ley de la termodinámica), su producto va a la
integración de otra estructura (primera ley de la termodinámica). La producción
de energía es proporcional a la velocidad de desintegración de una estructura.
El proceso inverso ocurre cuando una estructura se construye. El aporte de
energía al sistema no sólo le permite funcionar, sino que conduce a su mayor
estructuración. La eficiencia del consumo de energía es proporcional a la
funcionalidad de una estructura que se va integrando o que simplemente
subsiste. También existen estructuras que para funcionar obtienen energía del
medio circundante. En este caso, tenemos, por ejemplo, los organismos
biológicos y las máquinas. En ambas la reposición de la energía consumida se
obtiene del medio. Si es una máquina, el aporte de energía la utiliza para la
transformación estructural de otras cosas. Cuando la energía se obtiene
activamente del medio, como es el caso de los organismos biológicos, la
subsistencia se denomina supervivencia.
El universo no es una realidad de paz, armonía y
convivencia, propios de la inmutabilidad, sino de lucha y conflicto, que caracterizan
el cambio. En el cambio la estructuración de la materia requiere la energía que
se encuentra en la materia ya estructurada. Así, la construcción, la
estructuración y la vida surgen de la destrucción, la desestructuración y la
muerte.
Funciones múltiples y
multifuncionalidad
Se pueden distinguir varios tipos de funciones. Éstas
dependen de la forma cómo una estructura es funcional y del tipo de fuerza que
es ejercida. A pesar de que toda estructura es multifuncional en el sentido de
que puede ser causa y efecto de numerosas relaciones causales, existen
determinadas funciones fundamentales y simples. Éstas las resumiremos como
sigue: Los conductores son estructuras que funcionan meramente como
transmisores de energía y no cambian durante el proceso. Las válvulas son
estructuras que detienen o liberan energía. Los conmutadores son estructuras
que, usando energía para operarlo, transfieren mayor cantidad de energía entre
otras estructuras. Incluso, pueden existir conmutadores automáticos y/o
reguladores cuya energía para operarlos proviene de parte de la energía
conmutada. Un caso particular son los amplificadores que son estructuras que,
consumiendo energía, controlan energías mayores. Los catalizadores son
estructuras que por su sola y necesaria presencia una fuerza actúa. Los
acumuladores son estructuras que mantienen energía en ellos mismos, almacenada
como energía potencial, para después poder liberarla. Los motores y generadores
son estructuras que transforman la energía de una escala a energía de otra
escala. Las máquinas son estructuras que aplican energía a otras estructuras
para transformarlas, permaneciendo ellas mismas inmutables al final del
proceso. Los seres vivos son estructuras que utilizan la energía para
desarrollar nuevas partes integrantes y regenerar partes desgastadas. Estas
funciones son algunas de las múltiples formas que emplean las diversas
estructuras para utilizar la energía según los principios de la termodinámica.
Exceptuando la funcionalidad de los seres vivos, la tecnología ha reproducido
los mecanismos funcionales que se encuentran en la naturaleza y le ha dado
nombres apropiados.
La inteligencia del ser humano es un desarrollo ulterior
de un mecanismo biológico sensor y elaborador de la información del medio
externo y de control motor, y que ha evolucionado hasta adquirir la capacidad
de pensamiento abstracto y racional. Estas funciones especiales le han
permitido crear una diversidad de tecnologías para explotar nuevos y más
recursos, entendiéndose por explotación la intencionalidad en el encuentro
causal con estructuras que le son beneficiosas. Con su inteligencia los seres
humanos estructuran y controlan, cada vez con mayor eficiencia, sistemas de
transportes y comunicaciones, redes de abastecimiento y distribución, sistemas
de procesamiento y transformación de estructuras, como líneas de producción y
de montaje, los que proliferan y se agigantan, respondiendo al esfuerzo por
optimizar y aumentar las oportunidades de encuentros causales controlados que
le son beneficiosas, pues producen bienes y servicios que ellos mismos
consumen. En las últimas décadas hemos estado asistiendo a un acelerado proceso
industrial de automatización y de remplazo de trabajo humano con la adición de
sistemas computacionales, comunicacionales y automáticos.
Una estructura puede desempeñar varias funciones a la
vez. En este sentido, una estructura es multifuncional. El caso natural es que
los procesos y fenómenos son muy complejos y esa complejidad se debe a la
multifuncionalidad de las estructuras y la intervención de múltiples
estructuras en cualquier simple proceso. La cantidad de funciones que puede
desempeñar cualquier estructura depende de su propia complejidad. Por una
parte, estas funciones no corresponden a la sumatoria de las funciones propias
de las subestructuras que la componen, sino que a aquellas que le son
peculiares por la combinación particular de sus propias subestructuras
funcionales. Por ejemplo, dentro de las funciones propias de un animal, no está
la de producir bilis, aunque ésta sea la función principal del hígado, órgano
constituyente de la estructura del animal en cuestión, y sin el cual no puede
subsistir, pues no podría digerir y metabolizar el alimento. Por la otra, las
funciones dependen de la existencia de otra estructura que pueda interactuar
con la primera, que pueda ser o bien causa o bien efecto de la funcionalidad de
la primera. Esto significa que tanto la primera estructura como aquélla con la
que interactúa deben pertenecer de algún modo a una estructura de escala
superior. A la inversa, existen estructuras distintas que pueden ejercer
idénticas funciones. Así, por ejemplo, la función alar para volar la desempeñan
eficientemente estructuras tan disímiles como las alas de un avión, una
mariposa, un ave, un pterodáctilo, un murciélago, las aspas de un helicóptero.
La función de todas ellas es aprovechar la fuerza de sustentación que se genera
cuando el plano de la estructura alar se desplaza a través del aire en un
cierto ángulo positivo con respecto a la dirección del movimiento y a una
cierta velocidad.
Una característica de la interacción entre estructuras y
fuerzas reside en la capacidad funcional, o viabilidad, de las primeras. Esta
capacidad es directamente proporcional a la complejidad de la estructura e inversamente
proporcional a la fuerza empleada. Por ejemplo, la complejidad de los átomos
aumenta con el número atómico hasta el límite en que la fuerza nuclear
requerida para su estabilidad llega a ser insuficiente, siendo superada por las
fuerzas electromagnéticas repulsivas de la gran cantidad de protones que
tienden a desintegrarlo. Asimismo, las moléculas son más funcionales cuanto más
complejas sean, pero también se tornan menos viables y más inestables. Sin
duda, en forma similar, debe existir un límite para la longitud de un puente
hecho de acero, o para la altura máxima de un edificio de hormigón armado. En
general, la estabilidad de una estructura es directamente proporcional a su
dependencia con la estructura de escala mayor de la que forma parte, y a su
simplicidad. Las complejísimas moléculas proteicas, por ejemplo, se desintegran
rápidamente si no obtienen las condiciones adecuadas para su subsistencia. Una
estructura se torna inestable cuando se hace más compleja. Una sociedad moderna
multitudinaria, por ejemplo, no puede tener una estructura tribal, aunque
podría no obstante contener elementos tribales en su seno. Simplemente sus
unidades discretas, las personas, no tienen las posibilidades materiales para
poder entrar en contacto con las otras y convivir. Una mayor complejidad no
significa necesariamente mayor funcionalidad en cierto sentido si no se
considera la eficiencia en la utilización de la fuerza y el aprovechamiento de
la energía. Por ejemplo, un fino reloj podría funcionar también como martillo y
clavar un clavo en la pared con él. Toda estructura, además de ser funcional,
es más o menos eficiente. Una determinada funcionalidad depende, en último
término, de la eficiencia con que una estructura particular utilice la fuerza,
aun cuando la relativa eficiencia de una estructura está relacionada con su
mayor o menor complejidad.
Complementariedad múltiple y mutable
La multiplicidad es una propiedad que pertenece tanto a
las estructuras como a las fuerzas. La cantidad es una cualidad de la duración
y de la extensión, esto es, del tiempo y del espacio. Tanto la estructura, que
es espacial, como la fuerza, que actúa en el tiempo, son cuantificables y
medibles. Sin embargo, ambas son cuantificables y medibles en relación a su
complementario. Así, cuando hablamos de multiplicidad de fuerzas, nos estamos
refiriendo a las estructuras-causas en su relación a las estructuras-efectos.
La intensidad y la magnitud de una fuerza son cuantificables sólo en la
estructura-causa y en la estructura-efecto. El punto desde donde se ejerce, la
dirección, el sentido y el alcance de una fuerza, como también su duración y su
velocidad están obviamente relacionadas al espacio de las estructuras. Lo
central es que cualquier relación causal entre estructuras se identifica con la
transferencia de energía que se verifica por la fuerza en el espacio-tiempo.
La mutabilidad de las cosas no es continua, sino
discreta. Las estructuras y las subestructuras de las que están compuestas van
cambiando discretamente, en forma de unidades, según la escala en la que
constituye una unidad discreta. Por ejemplo, una hoja respecto a la rama, una
rama respecto al árbol o un árbol respecto al bosque. Así, una rama subsiste
aunque haya perdido una o más hojas. Un bosque es un conjunto de pocos o muchos
árboles que están naciendo, creciendo y muriendo, y la pérdida o ganancia de
unidades no afecta esencialmente al conjunto y su funcionalidad. En este
sentido, la mutabilidad vista desde una escala superior es continua, aunque
muchas veces imperceptible. Por ejemplo, los átomos de uranio 238 de una roca
se van transmutando continuamente, pasando a torio 234, a protactinio 234, a uranio 234, hasta
convertirse en plomo 206, aunque cada conversión de cada átomo se realiza en
forma brusca a causa de las instantáneas pérdidas o ganancias de partículas
subatómicas, y el conjunto va cambiando dependiendo de la vida media de cada
clase de átomo.
Vimos que en toda relación causal una cantidad de energía
generada por una estructura que actúa como causa es absorbida por otra
estructura que actúa como efecto. Por este hecho, ambas estructuras pasan a
pertenecer a una misma escala dentro de la cual interactúan. Lo que constituye
un hecho especialmente fundamental es que al vincularse dentro de una escala ambas
estructuras se integran como subestructuras en una estructura de escala
superior a la que por esta relación causal llegan a conformar. De este modo,
una estructura de escala superior emerge y adquiere existencia cuando una
fuerza vincula dos o más estructuras en una relación causal. Es así que la sola
relación causal entre dos estructuras conforma una nueva estructura de escala
superior, cuya vigencia depende de la duración del vínculo causal.
Recíprocamente, la funcionalidad específica de toda estructura depende de su
inserción en un medio estructural de escala mayor que posibilite la relación
física, tanto espacial como temporal, para permitir la acción de la fuerza.
Esto explica la estructuración del universo, el que da origen a la
multiplicidad de cosas y escalas. También explica que toda estructura nunca se
encuentre en reposo, y permanentemente se esté modificando, aunque el cambio
sea frecuentemente imperceptible para la vista y para nuestra relativamente
agitada y corta existencia. En su seno sus subestructuras se relacionan
causalmente, produciendo el cambio.
El origen de las estructuras y las fuerzas está en lo más
fundamental de la materia, esto es, en las partículas fundamentales. Por
consiguiente, el origen de la estructuración debe buscarse en las estructuras
fundamentales, las que generan las cuatro fuerzas fundamentales, descritas más
arriba. Una fuerza fundamental siempre es generada por un tipo fundamental de
estructura, en tanto causa, y siempre afecta y modifica el mismo tipo fundamental
de estructura, en tanto efecto. A partir de las estructuras fundamentales, que
se relacionan causalmente, se erige la progresiva estructuración que observamos
en el universo. La funcionalidad de las estructuras de escalas mayores depende,
en último término, de la funcionalidad fundamental. Las fuerzas que intervienen
en la causalidad de estructuras de escalas mayores son las mismas que
encontramos en la escala fundamental, pero en proporciones y cantidades
distintas. Así, toda estructura de toda escala depende de la funcionalidad de
las estructuras fundamentales. Ello constituye la base de la unidad del
universo. Este hecho se generaliza para la totalidad de las estructuras y
escalas contenidas en el universo. La importancia filosófica de esta explicación
es que la relación causal, que vincula la estructura con la fuerza en una
complementariedad, integra estructuras desde las partículas fundamentales hasta
el mismo universo, pasando por innumerables escalas. Así, la relación causal
explica el universo y las cosas que contiene. Anteriormente se había afirmado
que la fuerza estructura la masa. Ahora correspondió explicar el modo cómo la
fuerza estructura la materia.
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